Los ojos que no eran el centro del universo

Por Enrique Pérez Montero (IAA-CSIC)
09 Abril, 2015

Cuando contemplamos el firmamento en una noche clara, o simplemente cuando somos conscientes de la inmensidad del Universo a través de nuestro pensamiento, no es extraño sentirse presa de una gran admiración y una sensación de insignificancia al comparar la propia existencia con la vastedad espacial y temporal de todo lo que rodea nuestro pequeño y bello planeta. Esa sensación, no obstante, no es fruto de la percepción de todos los astros, sino de un proceso que ha durado varios siglos y que ha desembocado en la noción que tenemos ahora de nosotros mismos y de la Tierra en el espacio y en el tiempo. El conocimiento preciso de ese lugar se ha producido gracias al poder de la deducción y la lógica aplicadas a las observaciones astronómicas, como partes del proceso de adquisición de datos e interpretación de la naturaleza. Este procedimiento de comprensión es la base del método científico, que sólo funcionó de manera eficiente a partir del siglo XVI en el mundo occidental. Antes de la época en que los científicos se pusieron a reflexionar seriamente sobre las observaciones, la idea que los seres humanos tenían de su lugar en el Universo se debía a la impresión que los sentidos dejaban en la mente de los hombres.

La Tierra es el centro

Modelo geocéntrico

El ejemplo más claro de ese cambio de mentalidad y que, de hecho, se toma como ejemplo clásico del cambio del paradigma de pensamiento, es la sustitución del modelo geocéntrico, aquél en que el Sol y todos los astros giran alrededor de la Tierra, al modelo heliocéntrico, aquél en que el Sol ocupa el centro de todo y es la Tierra la que gira, junto con los otros planetas, alrededor de él. El modelo heliocéntrico es hoy en día ampliamente aceptado pero nuestros sentidos lo rechazan, puesto que vemos como todos los días es el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas giran alrededor de la Tierra en un período de 24 horas. La base observacional en que se basó el diácono polaco Nicolás Copernico (1473-1543) ya estaba a disposición de los astrónomos desde la obra del astrónomo alejandrino Claudio Ptolomeo (aprox. 100-170), pero sólo se propuso tras las audaces ideas de Copérnico. La clave estaba en que los bucles aparentes de algunos de los planetas exteriores, eran explicados de manera más natural apelando a la distinta velocidad de los planetas interiores, incluyendo el nuestro, que adelantaban a los exteriores por dentro. El sistema heliocéntrico de Copérnico necesitaba además de la rotación de la Tierra y la órbita de la Luna alrededor de la Tierra, y no del Sol, para ser completamente coherente con lo observado. Por el contrario, el elaboradísimo modelo geocéntrico de Ptolomeo requería de complicados movimientos compuestos de los astros para ajustarse a lo observado. Como es de todos sabido, la mentalidad de la época, custodiada en buena parte por la Iglesia, le daba un papel preponderante al planeta Tierra en la creación, lo cual no ayudó a que este cambio de mentalidad se estableciera rápidamente y el astrónomo y físico italiano Galileo Galilei (1564-1642) fue obligado a retractarse de la idea de que la Tierra no ocupara el centro del Universo. A pesar de todo, las evidencias acabaron imponiéndose y hoy en día el hecho de que son los planetas, incluso el nuestro, los que giran alrededor del Sol ya está aceptada incluso por la Iglesia. 

El Sol es el centro

Modelo heliocéntrico

De todas formas, no es tan conocido que el Sol, nuestra estrella que domina el cielo de día y que permite a las otras estrellas brillar sólo cuando no está presente, ocupó en la mente de los hombres el centro del Universo conocido durante casi cuatro siglos más. La idea de que el Sol ocupa el centro de todo también está reforzada por la primera impresión de los sentidos y era aún grata para la época, en que se seguía dando un papel predominante al ser humano por encima de todas las cosas. La utilización del telescopio desde Galileo ayudó a mejorar la comprensión de los firmamentos y a catalogar numerosos objetos astronómicos no visibles a simple vista. Gracias al telescopio pudo establecerse la naturaleza de la Vía Láctea, esa franja luminosa que ocupa gran parte del cielo y que se extiende a lo largo de la bóveda celeste. Galilei fue el primero que determinó que esa franja de luz se debía en su mayor parte a la presencia de innumerables y débiles estrellas sólo distinguibles con lentes de aumento. A finales del siglo XVIII el astrónomo germano-británico William Herschel (1738-1822) propuso que la Vía Láctea es un disco finito de estrellas y que el Sol se sitúa en su centro. Herschel había medido la posición y la velocidad de algunas de las estrellas de la franja de la Vía Láctea y había llegado a la conclusión de que se situaban de manera homogénea en todas direcciones alrededor de nuestra estrella. Por otro lado, también dedujo que el Sol no está quieto, sino que se mueve, junto con todo el Sistema Solar, hacia una posición específica que él denominó el ápex solar y que se encuentra en la dirección de la constelación de Hércules.

No fue hasta principios del siglo XX que los astrónomos no fueron capaces de averiguar que el Sol no ocupaba el centro de este gigantesco disco de estrellas en que está situado. El astrónomo americano Harlow Shapley (1885-1972) se dio cuenta de que el Sol no ocupaba el centro de la Vía Láctea basándose en sus observaciones de la distribución espacial de los cúmulos globulares. Los cúmulos globulares son conjuntos de estrellas tan juntas que sin un telescopio lo bastante potente parecen manchas compactas de luz. Estos enjambres estelares se sitúan principalmente por encima y por debajo del disco de nuestra galaxia y Shapley observó que su distribución no era igual en todas direcciones desde la perspectiva del Sol, lo cual quiere decir, admitiendo la idea de que los cúmulos se distribuyen de manera homogénea alrededor de la Vía Láctea, que nuestra estrella no puede estar en el centro. Su posición real está alejada del centro a unos dos tercios del radio galáctico. Shapley explicó que el disco de la Vía Láctea parece igual en todas direcciones desde la posición del Sol porque también está compuesto de polvo y gas que absorben la mayoría de luz de sus estrellas.  Es como si alguien estuviera en un bosque, aunque alejado de su centro, pero desde su posición viera la vegetación igual en todas direcciones, En unos cuantos siglos de mejora de las observaciones y de deducción, el planeta Tierra pasaba de ser el centro del Universo a no ser más que uno de los planetas que giran alrededor de una pequeña estrella errante en un disco conteniendo miles de millones de otros astros.

La Vía Láctea es el centro

Representación artística de la Vía Láctea

Curiosamente a Shapley se le considera el perdedor del Gran Debate que se produjo en 1920 y que marca el inicio de la astrofísica extragaláctica, aquella que se encarga del estudio de galaxias ajenas a la nuestra. Shapley pensaba que las nebulosas espirales que ya eran conocidas desde hacia tiempo tenían la misma naturaleza que los cúmulos globulares y rodeaban la Vía Láctea. Su contrincante en el debate, el también americano Heber Curtis (1872-1942) defendía que esas nebulosas eran galaxias de la misma naturaleza que la nuestra, pero que se encontraban a gran distancia. Pocos años más tarde, Edwin Hubble (1889-1953) estableció la distancia a la galaxia de Andrómeda, la más brillante del cielo, en 800.000 años-lux, diez veces superior al diámetro de la Vía Láctea. Aunque años más tarde la distancia a Andrómeda resultó tres veces superior a la estimada por Hubble en un principio, esa medida fue suficiente para relegar a nuestra galaxia al papel de una más entre las innumerables galaxias que pueden ser observadas. El propio Hubble descubrió que todas las galaxias observadas se están alejando de la nuestra a grandes velocidades, pero lejos de volver al viejo paradigma de ponernos en el centro de todo, se dio cuenta rápidamente que esto sólo podía ser debido a un proceso de expansión de todas las galaxias desde un punto, el mismo desde el que se dio origen a todo lo que nos rodea.

La Vía Láctea vista desde la Tierra

 

Hoy en día, a pesar de que ya somos conscientes de lo poco especial que resulta la galaxia en la que habitamos y la estrella alrededor de la cual nuestro planeta gira, se están derrumbando los últimos muros del efecto de la perspectiva humana respecto a todo lo que le rodea. Observaciones muy precisas desde el espacio del cambio del brillo de las estrellas más cercanas están confirmando que no es nada extraño que las estrellas tengan planetas y el listado de los mismos ya alcanza varios millares. El siguiente peldaño será el de encontrar un planeta como el nuestro, capaz de albergar vida y, en último término, de confirmar la presencia de la vida en esos mundos. Será sin duda un día grande para la ciencia y sin duda obligará a la especie humana, una vez más, a replantearse muchos de las viejas ideas preconcebidas, fruta de nuestra perspectiva limitada de todo.

Parecería pues que la astronomia sólo tiene por fin bajar el hombre del pedestal en que él mismo se ha situado desde hace milenios, pero la ciencia se limita a la descripción desapasionada de la naturaleza y ésta, pese a las apariencias, se empeña en recordarnos que el Universo es lo bastante grande para que haya otros muchos como nosotros a la búsqueda de su propia identidad, más allá de lo que sus sentidos les dictan.